miércoles, 13 de mayo de 2009

Poesía y experiencia

Entrevista a Osvaldo Costiglia (01-09-06)
Realizada por Maximiliano Crespi y Fabián Wirscke en la Biblioteca y Centro de Documentación Carlos Astrada.

A mí me gusta mucho este poema de José Leonidas Escudero, dice Osvaldo y lee, sin mirar la página, “El boliche”: “Esperando a su huérfano en la ruta sombría / alguna de vacía silla de totora está // mugre de viejos días ensucia las paredes / las moscas se pegan en los vasos // sale de afuera diez pasos el vino y refermenta / junto a la acequia orina y yerbamota // un uhh de paloma callejonera / impulsa la brisa en los poemas últimos del verano // cuatro flacos alados a la vara dormitan y cabizbajos sueñan que los pialan con pasto // por cuestiones de alcohol llega a veces la muerte / ese bicho que pica sin remedio en botica // veces sale un borracho y explica / lo inexplicable con un grito en la noche”.
Osvaldo Costiglia: “Veces sale un borracho”, esa cosa que sabe como a español.
Maximiliano Crespi: y trastorno de la sintaxis, pero que también está en la lengua...
O. C.: De la calle también. Vos fijate que este hombre es un viejito, Leonidas Escudero. Fue catitero.
Fabián Wirscke: ¿Catitero?
O. C.: Sí, sí. Iba por San Juan, por las montañas, con el pico de geólogo, buscando oro. Durante años tuvo la ilusión de encontrar tesoros. Eso lo cuenta él en un poema que se llama “Catitero, señor”. Y dice que su oficio, el oficio de ese poeta que busca oro en la montaña, es “un oficio de suerte milagrera”. Y dice “este oficio, señor, de catitero / por aspirar palabra luminosa / por querer recogerla desde abajo / y presentarla arriba de otro modo / digamé cuando recibo el eco / digamé cuando aprenderán mis pájaros / o es que ya falta poco y viene el día / en que se libren de la vieja jaula / soy catitero por la calle larga / voy traqueteando la prisión del canto”.
M. C.: ¿Vos vas juntando ese material?
O. C.: Sí; en carpetas como ésta (señala un bibliorato repleto). Son autores que me gustan. Tengo un guitarrero mapuche que era bahiense. A ese me parece que lo leo yo nomás. Se llama Butatrán... Después tengo también, por ejemplo de Giannuzzi que me gusta mucho.
F. W.: Los copias, quiero decir, los vas juntando y transcribiendo vos de diferentes...
O. C.: Sí; hace años. Vos sabés que yo tenía... como no había salido nada de Giannuzzi yo me los fui recopilando de antologías, de revistas y otros lugares fui armando y me quedó de cada libro de él, algunos más y otros menos, pero era una compilación importante, llegué a tener un toco de poemas de Giannuzzi. Era como los pibes que están contentos porque tienen todas las figuritas en el álbum. Me acuerdo que yo me decía: debo ser el tipo en la Argentina que tiene más poemas de Giannuzzi recopilados (esto antes de que Giannuzzi llegara a ser la celebridad que es hoy). Pero después salió la Completa de Emecé y me mató y tenía todos los que yo tenía y los que me faltaban. Y encima no lo pude comprar porque al principio estaba carísimo pero después lo encontré en una mesa de saldo y ahí sí me lo llevé. A mí me gusta mucho Giannuzzi. Me gusta mucho lo que hace Giannuzzi en algunos poemas como, por ejemplo, ese que se llama “Juan Bautista Alberdi en Marsella”. Ahí hay algo que hoy no se hace. Es un poema que recupera lo histórico en una clave irónica pero con una voluntad ética muy fuerte. Giannuzzi escribe poemas de voluntad ética. Algo que no se ve hoy en día, ¿no?
M.C.: No, claro, hoy no. Pero yo quería que hablaras primero un poco del comienzo y después me gustaría volver sobre la actualidad de la poesía y la poesía de la actualidad, ¿te parece que hagamos así?
O. C.: Sí, sí. Como ustedes quieran.
M. C.: Entonces, para empezar, el comienzo. ¿Te acordás de la época que elegiste, quiero decir, que te elegiste como escritor, y qué fue lo que te parece que influyó en esa decisión?
O. C.: Vos sabés que en realidad yo empecé a escribir antes de querer ser escritor. Era como un impulso. Necesitaba expresar algo y recurría, bueno, a las herramientas de mis lecturas de ese entonces. Era una lectura de los poetas medio románticos y algunos modernistas. Me acuerdo que yo empecé a leer poesía en unos cuadernillos que se llamaban “Cuadernillos de Poesía”. Estaban editados acá en la argentina y los dirigía un tal Simón Latino, que vaya a saber uno quién fue. Por ejemplo, yo me acuerdo que tenía (y los tengo todavía por ahí) García Lorca, Vallejo, Nicolás Guillén, Ismael Arciniégas, la poesía ecuatoriana contemporánea de aquella época. De mediados de la década del ’50. También Porfirio Vargas Jacob, que ahora ha salido en el Diario de Poesía, un poema de él me gustaba mucho: “La Cuarimantima”. Había cosas de Pablo Neruda, de León de Greiff. Todo muy latinoamericano: Eduardo Carranza, el venezolano Andrés Eloy Blanco, me acuerdo un poema muy especial de él que se llamaba “El mariscal”.
M. C.: Y, ¿cómo conseguías esos cuadernos acá?
O. C.: Me acuerdo que me los vendía un viejo que tenía una librería que se llamaba “La Casa de las Revistas”. Yo a ese hombre de chiquito ya le compraba libros y revistas. Vendía material usado y nuevo. El negocio estaba al lado de las galerías Plaza donde ahora hay otra galería. Durante toda mi niñez y mi juventud yo le compré los libros a él o le canjeé libros a él. Se llamaba Bienvenido Gómez. Yo le decía de “don”: Don Bienvenido Gómez.
F. W.: Pero por decisión propia. Quiero decir ibas solo a comprar los libros o te llevaban.
O. C.: Generalmente iba solo. Vos fijate que yo empecé a escribir en el secundario pero no se lo mostraba a nadie. Imaginate. Ni siquiera a los profesores de lengua y literatura. Yo tuve un profesor, que para mí entonces me parecía bueno, Coco Estilissi. Lo tuve en “Literatura española” en dos años.
M. C.: Y ¿te acordás cuándo fue la primera vez que mostraste lo que escribías?
O. C.: Eso fue mucho tiempo después. Mucho más adelante. Ya terminado el secundario.
M. C.: Y durante todo ese tiempo seguiste formándote, digamos…
O. C.: Tengo muchos poemas de esa época. Los guardo todos en carpeta.
M. C.: En qué escribías… te habías conseguido una máquina?
O. C.: Tenía la máquina porque nosotros, con mis hermanos, hacíamos apuntes, con la esténcil y un mimeógrafo. Y habíamos adoptado una técnica para que los apuntes salieran perfectos. Y esa máquina de escribir era una Léxicon 80 que era muy buena por aquel entonces y yo con esa máquina escribía. Muchos de mis primeros poemas fueron pasados en limpio o directamente escritos en esa máquina.
F. W.: Y la temática de esos primeros poemas ¿cuál era?
O. C.: La temática era muy… como muy pretenciosa. Cuando empecé a leer a Kafka lo empecé a leer por los Diarios. Me llamaba la atención la concentración de pensamiento sobre su propio vivir, la capacidad de verse a sí mismo viviendo. Entonces escribí un poema que era casi como una teoría de lo que yo interpretaba en Kafka por entonces. Si lo leés ahora, te morís. Pero, bueno, ése era el universo que después se fue ampliando. Pensá que en esa colección de los “Cuadernillos de Poesía” está Vallejo, está Lugones…
M. C.: E históricamente…
O. C.: Ah, bueno, ahí hubo un parate que fueron los años en que yo tuve que decidir qué iba a estudiar. Eso fue una época como que se me borró.
F. W.: Claro, porque vos sos profesor de…
O. C.: Ingeniero Químico. Me decidí por eso porque ya hacia fines de lo que fue mi secundario sucedieron los episodios de la Laica y la Libre, donde gente de la universidad nos vino a plantear a nosotros el problema. Bueno, después ocupamos la Escuela… Mi hermano en la Escuela Industrial hizo otro tanto… Fueron días en que El colegio Nacional estaba ocupado y habían puesto a toda vela la Aida de Verdi, que sonaba desde el Colegio Nacional hacia la calle. Era la época de Frondisi y ahí es como que, de pronto, desperté a la realidad. Tendría que haber despertado antes, porque yo presencié muy de cerca lo del ’55. Yo trabajaba con un procurador de réditos. Trabajaba medio día. Iba a la mañana al colegio y después iba de dos a seis o siete a trabajar con el procurador. En ese ínterin fue el golpe del ‘55. Recuerdo que el día que salió toda la gente porque el golpe había triunfado, yo fui y él me dice: “No. No, no. Andate a tu casa porque hoy no se trabaja”. El era un gorila. Era un buen tipo, pero era gorila. Tenía esa idea y eso fue lo que me sacó del ensimismamiento poético. Me lanzó de pronto…
M. C.: Te sacó de la literatura en general…
O. C.: No; de la literatura no me sacó nunca. Yo a veces lo reconstruyo mentalmente: mi vieja me plantó en la Biblioteca Rivadavia cuando tenía cinco años y nunca dejé de leer. Nunca, nunca. Leí continuamente. Dejaba un libro y sacaba otro y otro, durante años y años y años sin parar. Lo que sí dejé un tiempo es de escribir poemas. Hubo como un hueco ahí.
M. C.: ¿Entre qué fechas fue eso?
O. C.: Y sería entre el ‘59 y el ’68, más o menos. Yo creo que además no encontraba el tono. No era lo que yo estaba viviendo. Poéticamente estaba como atrasado, como fijado en una época de la poesía rubendariana. Y, de pronto, me encontraba con la historia, y no lograba eso que hoy sí podría conjugar. Pero en aquel entonces no lo lograba.
F. W.: Y en esa época qué lecturas tenías…
O. C.: Leí mucha novela argentina. Leí David Viñas, Cayó sobre su rostro, Un dios cotidiano. Después leí un libro de cuentos de Enrique Wernicke. A Pedro Orgambide lo había leído también. De Borges había leído “El jardín de los senderos que se bifurcan” pero después entró todo el tema político y dejé de leerlo, pero más tarde leía a Borges pero no se lo comentaba a nadie. Porque ya sobre los ’70 yo andaba con gente muy cercana a la “izquierda nacional” y entonces ellos ya habían leído Muerte y resurrección de la literatura argentina del Jorge Abelardo Ramos, donde a Borges lo defenestra…
M. C.: Por la abuela inglesa…
O. C.: Claro. Lo mismo que hace Hernández Arregui en Imperialismo y cultura. Yo después leí la novelística italiana. Leí a Pavese, leí Vasco Pratolini. Y antes ya había leído los clásicos rusos Dostoyevski, Chejov, Tolstoi. A los rusos los leí bastante.
M. C.: Y teóricamente, teoría política, teoría o crítica literaria…
O. C.: Sí. En los ’60 había gente que estudiaba letras que era amiga mía y yo siempre les pispeaba lo que les recomendaban. Entonces iba y me los conseguía. Entre esos amigos estaban Hugo Perrone, que era muy amigo mío (fuimos socios del Cine Club), é tenía mucha formación teórica y entonces yo le pispeaba lo que le recomendaban y yo me acuerdo que él iba a clase con Héctor Ciocchini y en las clases de él estaban trabajando a Cernuda, La realidad y el deseo y los ensayos. Bueno, yo empecé a leer eso también. Me conseguí todos los ensayos de Cernuda. Ese es mi acercamiento al ensayo pero no de grandes teóricos sino de los propios escritores. Recién mucho después empecé a leer cosas de Steiner y otros.
A Gramsci, por ejemplo, lo leí hacia mediados de los ’70. Literatura y vida nacional, Los intelectuales y la organización de la cultura los leí recién en esa época. Y me impresionó mucho el libro sobre Benedetto Croce y el materialismo histórico. Porque ya me había conseguido las Obras Escogidas de Lenin… el marxismo clásico…
M. C.: ¿Y por esa época volvés al trabajo literario?
O. C.: Lo retomo pero ya sin esa ampulosidad de antes. Abandoné esa predilección por el otoño, por los largos sollozos… toda esa historia. Necesitaba otro alimento, algo que tuviera más implicancia. A lo mejor me equivocaba pero era lo que pensaba entonces.
M. C.: ¿Y la ingeniería química?
O. C.: Eso fue una decisión política. Porque a mí siempre me gustó la química, las combinaciones. Me gustaba. Yo mientras estudiaba, mientras hacía química cuantitativa y cualitativa, los tipos falseaban los análisis. Sabían lo que les iban a dar y mostraban una prueba como si realmente la hubieran obtenido. Y yo me esmeraba en obtenerla y no me salía porque filtraba mal, porque no lograba hacer la precipitación o porque calculaba mal. Pero me esforzaba porque me gustaba la química. Y yo en cierto modo interpreté mal esa afición por la química. La ingeniería química es otra cosa. Yo la elegí por una opción política. Yo me decía: un afán de liberación nacional tiene que estar fincado también en una autonomía de conocimiento y de producción soberana. En aquel entonces estaba sobre la mesa el tema de las patentes porque había que depender de las patentes extranjeras. Entonces si uno estudia y después pone todo eso… mirá vos qué ideas, ¿no? Como si fuera todo tan mágico… cuando en realidad después el sistema te mete en un callejón del que no podés salir.
F. W.: Y de alguna manera ¿pudiste usar el conocimiento de la química articularlo con el de la poesía?
O. C.: Para mí corrían por andariveles paralelos. Pero se infisionaban en el método. El método humanístico es el de copiar y destilar despacito, no tiene que ver con el método que exige el estudio de la ingeniería.
M. C.: Pero decías que es a principio de la década del ’70 que volvés de pleno a la escritura…
O. C.: Hubo una eclosión porque yo durante el ’70, ’72, ’73 salía con una piba que era monto. Y yo no era monto. Tiraba del lado de la izquierda pero no era montonero. Pero, bueno, después tuvimos algunas diferencias que no siempre son políticas. Que por ahí tenía una máscara política pero por ahí era un problema humano y anímico de no cuajar, del que, por supuesto, yo tampoco me eximo.
Bueno, esa experiencia a mí me marcó y ahí me salieron unos cuantos poemas. Pero yo ya venía trabajando por el tema de la muerte de mi viejo, que es también por esa época, en el ‘72. El tema de mi viejo aparece con bastante recurrencia en mi trabajo, sobre todo en el libro Los laberintos rotatorios. Por esa época yo ya empecé a escribir regularmente a la vez que hacía esas lecturas de todo lo que era el marxismo nacional y todo eso.
M. C.: Y ¿vos creés que eso influyó en tu proyecto poético?
O. C.: Yo creo que sí porque ya le prestaba más atención a las realidades exteriores. Está bien, trasvasada a través del lenguaje poético y la apreciación personal… pero siempre buscando un tono que nunca hallé, salvo hacia el final, hace unos años atrás, a través de la poesía de Giannuzzi, de Lamborghini, de, bueno, mis maestros.
F. W.: Y, mientras tanto, ¿trabajabas de lo que había estudiado?
O. C.: En realidad, mirá: cuando terminé de estudiar era la universidad de Remus Tetu, vos te imaginás. Ya lo habían liquidado a Watu…
Pero, bueno, cuando terminé me fui a trabajar a la industria.
M. C.: En esa época vos ya militabas en alguna agrupación…
O. C.: Sí; estaba en el FIP, que por esa época guardaba resabios de la vieja forma de la izquierda, en el sentido en que había un partido público y un partido secreto. Estaba el Partido Socialista de la Izquierda Nacional, que era el reaseguro del FIP. El FIP era el Frente y debajo estaba el Partido Socialista de Izquierda Nacional. Qué sé yo. Habrán creído que yo sabía mucho de marxismo nacional y me pasaron directo. No entré al FIP; pasé directamente al Partido. Se ve que habían visto la cantidad de libros que yo tenía… Tenía la biblioteca de todas las tendencias de la izquierda argentina juntas. Tenía todo lo del Colo, lo de Hernández Arregui, Cooke. Tenía las obras de Lenin, Mao, Trotsky… cualquier cantidad.
F. W.: Tenías…
O. C.: Tenía.
M. C.: Y habías leído ya todo eso.
O. C.: No. Imaginate. De Mao había leído la mitad nomás. Eran muchos volúmenes…
F. W.: Y ¿qué pasó con esa biblioteca?
O. C.: Desapareció. Durante la dictadura militar desapareció. Fue quemada. Se fue en el aire.
M. C.: Y los compañeros de esa época…
O. C.: Me acuerdo de un muchacho que sabía mucho y era muy… un tipo muy piola. Se llamaba Pedro Barbería. No sé si la familia vivirá todavía acá en Bahía, pero ese muchacho era un estudioso del marxismo y tenía una biblioteca muy centrada en ese tema. Y había también un personaje del cual tengo un libro de poemas. Se llamaba Raúl Argüelles. Era un hombre ya muy viejo, que estaba muy enfermo del corazón y que había sido anticuario. E incluso había sido guionista de cine en la primera época del cine nacional. Creo que murió acá en Bahía Blanca pero yo todavía tengo el libro ese en casa y no está del todo mal y que se llama Poemas a la izquierda de Dios. Tiene un poema a Jauretche que es muy bueno. Bueno, era también una de nuestras lecturas. Yo había leído El medio pelo y Los Profetas del Odio también.
F. W.: Y ¿compañeros que escribieran poesía en esa época?
O. C.: Y, pensá que en aquella época estaba acá en Bahía Mario Iaquinandi, y él escribía pero también medio aislado, pero, bueno, después se fue a Buenos Aires. Hugo no escribía. Le gustaba el teatro pero todavía no había trabado mucha amistad con Chiche Pupko, al que le hacíamos apuntes de literatura cuando él vivía en la calle Drago, creo.
M. C.: Esto es más bien ‘74, ’75…
Sí, sí. Por esa época yo ya leía mucha poesía italiana. Leía a Cuasimodo, a Ungaretti, Montale. Que tuvieron también una influencia importante en mi poesía. Y narrativa ya en los 70 había empezado a leerlo a Borges, medio a contrapelo, ¿no? Lo leí todo. Yo primero me resistí por un problema de análisis político de su literatura pero era buenísimo. Hoy en día está claro que no sólo es buenísimo sino que revela cosas sobre el tema.
F. W.: El otro duelo, por ejemplo, en los 70.
O. C.: Claro, claro. Es impresionante, ¿no? Y después la poesía de Borges siempre me gustó. Hay gente a la que no le gusta pero a mí sí. Por ejemplo ese poema, creo que se llama Adrogué, y que dice “Duermen del otro lado de las puertas / aquellos que por obra de los sueños / son en la sombra visionaria dueños / del vasto ayer y de las cosas muertas” [recita de memoria]. O el Poema de los dones…
M. C.: Y eso acarrearía algunas discusiones, ¿no?
O. C.: Sí, claro, porque me dejaba medio como un heterodoxo. Cosa que, al final, en la balanza política, no pesaba tanto; pero puesto a charlar, así, bueno… a ellos les gustaban otros poemas. Que a mí también me gustaban. Y, bueno, yo les decía: “¿A ustedes les gusta Gelman? A mí también me gusta Gelman. Pero una cosa no invalida la otra”.
Lo que pasa es que también el momento, la historia era complicada. Nosotros vivimos lo del Cordobaza con mucha euforia. Decíamos, bueno, joder, el pueblo… todavía se pueden hacer cosas. Hacer retroceder a los milicos era algo que… algo impensado, una cosa magnífica. Y, después, sufrimos mucho lo de Ezeiza. Fue durísimo. Calamos una cosa dura que se venía… y nos dijimos esto otra cosa. Lo sentimos, me parece, cada uno dentro suyo, como una suerte de amenaza de lo que se nos vendría. Y a pesar de que algunos se tomaban demasiado al pie de la letra las palabras de Ramos, el Colorado era muy crítico con Montoneros, por ahí él en algunas cosas tenía razón. Recuerdo incluso que una vez dijo algo así como “Vaya a saberse si al cabo de un tiempo no descubrimos que esta gente tiene algo que ver con la SIDE”.
M. C.: Y esto, en cierto modo, los dispersó…
O. C.: Claro. Nosotros, por lo menos hasta la noche, la larga noche de la dictadura, hicimos lo que estuvo a nuestro alcance. Después… de esa larga noche, lo que recuerdo son sábados como éste, en alguna cocina de algún amigo, en un barrio, charlando… No podíamos hacer otra cosa que eso. Leer cosas, charlar… la mano estuvo muy pesada durante años. Además era como un gran vacío. De pronto, desaparecía una generación que te rodeaba.
M. C.: Y la escritura en esa época…
O. C.: Bueno, en esa época yo ya había empezado a armar lo que después sería Los laberintos rotatorios. Era un poemario que no tenía nombre, al que yo espigué y le saqué cosas que me resultaban redundantes. Lo tenía todo armadito en un libro y no sabía qué nombre ponerle. Se lo había leído a un par de amigos nada más.
F. W.: Amigos poetas, que tenían alguna relación con la escritura, o…
O. C.: Sí, sí. Era gente que estudiaba Letras… un amigo, Jorge Fabrisi… En España ya…
M. C.: ¿En qué época te vas a España vos?
O. C.: Uh, eso fue ya por el ’85. Mucho más adelante. Pero durante esa larga noche, la dictadura, nos juntábamos fundamentalmente la gente que me acompañaba en la experiencia del FIP. Después nos fuimos separando por distintas circunstancias de la vida, que nos llevó a una deriva distinta, pero durante esa primera época estuvimos juntos. Me acuerdo que estaba esta chica que era profesora de historia a la que yo aprecié mucho, Alicia Boff.
También me acuerdo que casi previo al golpe, ahí donde ahora está Humanidades, en un piso, se había formado la Escuela de Teatro Eva Perón. Y junto a un grupo de gente entre las que estaba con Hugo (Perrone) empezamos a estudiar teatro…, modos de expresión corporal, impostación de la voz, porque él en esa época ya estaba con el tema del teatro pobre de Brotovski. Me acuerdo que queríamos poner una obra de Fernando Arrabal, en la que parece un tipo que está en una silla de ruedas, que no se puede mover, y es una obra basada en los recuerdos de él, Andorra, sí creo que se llamaba así. Había, me acuerdo, creo que tres o cuatro chilenos exiliados de Pinochet. Pero después yodo eso se cortó; vino el golpe y se cortó.
F. W.: Y teatro ¿se veía acá?
Yo iba mucho al teatro de la Alianza, que me parecía lo más potable. Y bueno, el cine pasaba por el Cine Club, del que yo fui socio. Estaba en la calle Alsina el Rossini, que por entonces se llamaba Splendid. Bueno, ahí todos los domingos a las diez de la mañana había películas nuevas. Eran los 60 y yo, en esa época de no escribir, vi mucho cine. Me vi todo el naturalismo francés, el cine ruso, italiano… todo. Ahí vi René Clair, Jean Renoir, Las reglas del juego, Las grandes maniobras, Un sombrero de paja de Italia, Para nosotros la libertad, El muelle de las brumas, más vieja todavía. Y después Robert Bresson, todo ese cine vi. Vimos, me acuerdo, Un condenado a muerte se escapa, Pasaron las grullas. Había también una política de debate. Se editaban los guiones de, por ejemplo, yo tengo La tierra tiembla de Felini y tengo, por ejemplo, un trabajo de Homero Alsina Teller, un crítico uruguayo, sobre Bergman, en una época en que en Francia ni bola le daban a Bergman pero acá y en Uruguay sí. Yo me vi todo eso desde Puerto a Noches de circo, Detrás de un vidrio oscuro, Verano con Mónica, y otras más. Esa experiencia se repitió en el GUdeC, el Grupo Universitario de Cine. Eso sí ya fue en el Rossini. Bueno, todo Einsestein, qué sé yo, La conspiración de los goliardos, Iván el terrible. También Pudovski, La huelga. Bueno, cine italiano ni hablar, casi todo. El neorrealismo italiano todo.
F. W.: ¿Y la literatura extranjera en esa época?
O. C.: Yo me acuerdo de un profesor de higiene, que colaboraba me parece para una revista de Buenos Aires que se llamaba Indoamérica o algo así, Floreal Ferrara, me recomendó, para que lo lea en el verano, a Faulkner. Ahí leí Intruso en el polvo, después Mosquitos, y después todo, El sonido y la furia, Absalón, Absalón, Santuario, que sé yo… todo.
M. C.: ¿Y revistas culturales comprabas alguna en especial?
O. C.: Sí. Yo leí mucho, bah, tenía la colección, de El grillo de papel, que dirigía Abelardo Castillo. Ahí empecé a leer a Sartre, a partir sobre todo de la polémica que salió ahí publicada entre Sartre y Camus sobre el tema de Argelia. Pero acá a Bahía ya llegaba la revista Les Temps Modernes, la traía Pampa-mar. Leí eso con diccionario en mano y después me encaré con ese labarazo que es el Saint-Genet, me acuerdo que lo leímos junto con Perrone. Un laburo de locos. Compré El grillo y después algunos números de El escarabajo de oro pero ya no llegué a ver nunca la tercera revista, El ornitorrinco. Se fue corriendo Abelardo Castillo también.
M. C.: O sea que tenías una biblioteca importante… ¿qué pudiste salvar de eso?
O. C.: Y, parte de eso pude salvar. Lo que no era “político” lo salvé. Mi tío tenía una pieza abandonada en una casa y en esa pieza guardé todo ahí. Me acuerdo que mi vieja también me ayudó a sacarla y llevarla del local del FIP. Pero pude sacar algunos nomás. Los políticos eran muchos. No sabía qué hacer con todo eso. Era muchísimo, imaginate, todos los autores de la izquierda y de todos casi todo. Tenía Mao, Marx, Engels, Lenin, Trotski, Guevara, Rosa de Luxemburgo… todo. Mucho de Pasado y Presente también. Bueno, todo eso, y estaba todo el material sobre la Revolución rusa, las actas de los congresos, los documentos… todo. Me acuerdo que tenía la obra de G. D. H. Cole sobre la historia del socialismo eso lo perdí todo.
M. C.: ¿Eso lo dejaste ahí y ahí mismo lo quemaron?
O. C.: No. Lo quemé yo; lo tuve que quemar. Una cosa… no sabés lo que fue. El tema es que la cosa se puso pesada. Una noche, tac: el camión del ejército en la cuadra que estaba antes del local del FIP. Se bajaron y revisaron toda la manzana. Punto. Pasó una semana, tac: la manzana que seguía después de la del FIP y esa quedó sin revisar. Y yo me dije “Esta es la próxima. No puedo esperar más”. Quemé todo eso, pero ¿sabés cuál es la ironía? Que no hubo próxima. No revisaron nunca. Podría tener todo.
Vos no sabés lo que fue elegir qué salvaba y qué no. Trataba de acercarme a un criterio. Pero cuando se volvía tan absurdo, me volvía loco. Me ponían en la cabeza de un milico y si te ponés en la cabeza de un milico te volvés totalmente esquizofrénico. Y yo pensaba “Pero esto, ¿qué se puede… pensar de esto…?”. Porque eran capaces de quemar un libro sobre cubismo o uno que se llamara La cuba electrolítica (risas)…
F. W.: Un procedimiento de Campo de Concentración, ¿no?
O. C.: Tremendo. Vos lo contás ahora y la gente te dice no sé, “¿Puede ser que haya pasado esa barbaridad?”.
M. C.: Y la salida de esa “larga noche”…
F. W.: O sea que en la “Primavera alfonsinista” te vas a España, ¿no?
O. C.: Claro. Yo en el ’85 me voy a España. Me pasé diez años allá. Volví en el ’95.
Pero antes me acuerdo de haber leído Respiración artificial de Ricardo Piglia. Me acuerdo que lo leí y me dije “La… mierda esto…”. Y ya había leído cosas de Di Benedetto que también me habían gustado mucho. Había leído esa novela Zama y Los suicidas y El silenciero. Había conseguido algo de Daniel Moyano. Había leído un librito que en aquel entonces me gustó, no sé ahora si lo… se llamaba Eisejuaz de Sara Gallardo. Retomé a Viñas cuando lo empezó a sacar el Centro Editor. Y me acuerdo que había leído muchos autores cubanos Alejo Carpentier y la poesía de Nicolás Guillén. Leí a Sarduy y leí mucho ya a Reynaldo Arenas, Farabeuf.
Pero, bueno, yo también me refugié mucho en la fábrica, en la oleaginosa Moreno. Durante ocho años trabajé de ocho de la noche a cuatro de la mañana. Estaba muy metido en el mudo obrero. Me había recibido de ingeniero pero como había entrado antes de serlo era amigo de los que eran obreros. Laburaba en el laboratorio de control de calidad y hacía lo análisis nocturnos de toda la oleaginosa. Me acuerdo que tenía un sistema que había inventado, un sistema para empujar todos lo análisis juntos para llegar a las cuatro con todo hecho. Me acuerdo que incluso me quedaban 15 o 20 minutos para tomar unos mates con unos obreros chilenos que unos eran del MIR y otros socialistas que se habían venido escapados de Pinochet. A algunos los había conocido en los barrios porque a veces íbamos a los barrios a hacer trabajo político.
M. C.: en España cerrás el primer libro
O. C.: Sí. Me acuerdo que me lo imprimió un amigo, Daniel Vilches. Un tipo que era contador y él lo hizo de canuto en la empresa de la que lo estaban por rajar, una empresa que trabajaba para la Comunidad Económica Europea. Me imprimió quinientos ejemplares. Inventó una editorial a la que le puso Filibustería. Es lo primero que publico y se distribuyó casi todo allá en España. Me lo distribuyó Carlos Eldepoy, un abogado internacional muy famoso, era muy amigo mío porque juntos habíamos fundado allá la APDH en Madrid. Eso está en el libro de Anguita que se llama Juicio justo o algo así. Bueno, él lo repartió por allá, no sé si todo entre abogados pero lo repartió.
M. C.: Y, a la vuelta de España, ¿te reencontrás con algunos compañeros?
O. C.: Algunos. Muchos de ellos ya no tenían militancia política y otros tantos se habían derivado hacia otras posturas.
M. C.: Y empezaste a investigar la obra de Pavese por esa época también, ¿no?
O. C.: No eso venía de antes. Yo a Pavese lo leí mucho. Leí todo: narrativa, poemas, ensayos. Qué sé yo, todo lo que él escribió sobre literatura norteamericana, que fue una novedad. Y eso me ayudó mucho a mí. Porque me permitió ver hasta que punto uno está metido en una coyuntura histórica compleja, fuerte y también muy interesante. Lo vi en Pavese eso, ¿no? Ni que decir de la experiencia de vida de él.
Por otro lado, mirá esto es un poco contradictorio, también me había conseguido un libro que admiré mucho que es El alma romántica y los sueños de este crítico francés que ahora no me acuerdo, un clásico. Y por esa vuelta, la vuelta al país, también empecé a sentirme más seguro de lo que estaba escribiendo. Empecé a encontrar, no sé, un camino. Empecé a decir, “Bueno, acá estoy yo. Este soy yo”. Aunque siempre estoy medio indeciso en lo que estoy escribiendo. Incluso ahora que estoy leyendo a algunos poetas jóvenes que hacen una cosa que tiene un mordiente muy fuerte sobre la realidad y yo, no sé, me veo muy obsesionado por otra cosa, por algo que se concentra en la metáfora. Seguro que es ese juego metáfora-metonimia, que no logro conciliar.
M. C.: Sí sí. En ese sentido, yo no sé lo que pensás vos, digo lo que yo pienso. En ese sentido yo creo que tu poética es una suerte de rareza. Porque vos fijate que es una poética que está muy ligado a poetas hoy muy abandonados –denostados incluso a veces por las lecturas oficiales–y que sin embargo sobrevive, como un milagro, como un milagro secreto diría, en un océano de objetivistas.
O. C.: Sí, sí. Pero vos fijate que a mí esa soledad a veces me desasosiega. Porque encuentro con que… no sé. Vos fijate que a mí la obra de Giannuzzi me chocó mucho pero fue una conmoción más que un choque. Una conmoción que me sirvió porque me enseñó. En Giannuzzi hay una vibración ética increíble, algo que no aparece frecuentemente en ese tipo de poéticas. Bueno, en Juana Bignozzi también. Ahí hay una reflexión moral, ese trabajo sutil, irónico de la vibración ética. Bueno, yo sé que eso tiene que estar en la poesía; quiero decir: a mí me gusta que esté. Lo mismo que los temas, qué se yo, el tema del tiempo me gusta también.
M. C.: Sí, sí. Aparece siempre, pero no aparece como en otros autores, que sé yo, vos nombrabas a Borges; sino que más bien siempre aparece en una encrucijada con esa vibración ética, con esa subjetividad en crisis que siempre parece medio abandonada en el mundo.
O. C.: Y, bueno, siempre que aparece el tiempo, o es tiempo perdido, o es una dimensión de la memoria. Supongo que eso es algo que se está dando. Como que es algo que está dándose en el poema. Visto de afuera uno diría que da la sensación de que ahí hay un trasfondo, ¿no?
M. C.: ¿Vos querés decir que en eso que decae, eso que se pierde en el tiempo, arrastra otra pérdida?
O. C.: Yo tengo esa sensación. De pronto yo creo que los poemas, así vistos en conjunto, asumen un aire de derrota bastante acentuado.
M. C.: ¿Vos tenés esa sensación?
O. C.: Sí, la tengo. Digo: asume ese aire de fracaso. Fijate en esto nomás: “Ahora que tratamos de pasar / en limpio las líneas temblorosas / nos vemos de pronto empobrecidos / por las duras fronteras de la forma / Llevamos a cabo esta tarea /por delegación sombría / como diría el maestro / pero a algo de lo que entregamos al olvido / el viento le hará sortear los vallados / que el miedo levanta en este desierto paisaje / concluiremos / que la vieja empresa de rumiar en un corral / nunca nos alcanzará”.
M. C.: Sí, sí. Es cierto. Hay algo como de insatisfacción ante la pérdida.
O. C.: Eso hay, ese es el fracaso.
M. C.: El fracaso de la obra, la obra del fracaso, diría Blanchot.
F. W.: Y de las poéticas como por ejemplo como el objetivismo vos qué creés que es lo que se pierde.
O. C.: Y, bueno, eso de que la subjetividad se reduzca sólo a la presentación de la cosa. Es solo la presentación del universo de las cosas. Como si presentar fuera todo lo que puede hacerse. Como que es la sola presentación lo que se dibuja. Y eso a mí no me alcanza. A mí me sigue pareciendo necesaria cierta meditación, cierta reflexión porque a mí me parece que lo interesante es lo que esas cosas, lo que esa perspectiva nos hace y yo lo digo para la lectura y también para la escritura. Esa no es una relación sencilla. Hay ahí un desgarro, una crisis. Y eso yo no lo veo en esos poemas que se reducen a presentar lo que está ahí. Después de eso es cierto que uno puede hacer el recorrido de esa perspectiva pero eso no sé si es lo más interesante.
M. C.: Además así es muy difícil encontrarse con eso que es el milagro de la voz, el estilo, el tono: la escritura.
O. C.: Claro. Se presenta algo que está ahí y que tiene que decir algo pero se pierde la reflexión que afecta la voz que presenta. No sé… por ahí no es del todo así, pero a mí me parece que por ese lado va.
M. C.: Sí. A mí me parece que lo que así se pierde es lo que dice una escritura y no otra, y los rastros, las huellas, las cicatrices que también permiten reconocer las condiciones en las cuales fue posible el poema.
O. C.: Claro, claro. Y vos fijate Giannuzzi, por ejemplo. El escribe un arte poética que dice, bueno, “no retoque, no corrija, poesía es lo que está ahí”. Pero él no hace eso. Es un arte poética tramposa.
F. W.: ¿Decís que él escribe un arte poética mentirosa o que no se da cuenta que dice una cosa y hace otra?
O. C.: Yo digo que en los poemarios de él eso no es así. Al menos no es tan sencillo como lo que dice ahí. En sus poemas hay una fuerte impronta ética. Hay esa vibración que no está en otros. Te pongo un ejemplo: cuando él habla de “las cosas de la época”, la palabra “época” tiene para él un peso y una resonancia muy fuerte. Quiero decir: ética, política. Entonces él no es lo que “está ahí” es eso y muchas cosas más o, en todo caso, es lo que no se ve.
M. C.: Y la resistencia a abrir paso a la subjetividad que hay en la poesía contemporánea ¿a qué la atribuís?
O. C.: A mí me parece que tiene que ver con un error. Se ve como que la subjetividad lleva a un planteo de corte romántico, a un lirismo de lo genial, del genio poético, que sería visto como una involución o algo parecido. Bueno, eso se enseña ahora.
M. C.: Puede ser. Pero lo que yo veía es que en tu obra la subjetividad no se da así. Más bien al contrario. Quiero decir: no se da como una manifestación, como una verticalidad en términos románticos. Yo la veo más bien como un problema, como eso que entra al poema como problema. Eso que está ahí porque no se sabe lo que es. Porque es, como dice León Rozitchner, una suerte de “nido de víboras” en que cuando se mete la mano se corren serios riesgos. Quiero decir: riesgos que no todo el mundo está en condiciones ni tiene la voluntad ética de asumir en términos de vibración.
O. C.: Bueno, sí. Eso complica un poco las cosas, ¿no? (risas)
M. C.: Es como decir: yo no sé para dónde voy pero voy.
O. C.: Sí, sí. Esa es la idea. Meter la mano. Con un afán de decir algo también, ¿no? Y de instalar también, por qué no, un peso propio en el mundo.
F. W.: Una pregunta que a mí me parece más que nada útil. Con qué herramientas, si las hay, o de qué modo te parece que se puede y es más interesante encarar una lectura de un poema o un conjunto de poemas…
O. C.: Ah, ¡Qué preguntita!
M. C.: Bueno, no dijimos que fuera a ser fácil el “examen”. A vos ¿te resultan más interesantes unas perspectivas críticas que otras? De lo que has leído digo…
O. C.: No sé, yo he leído cosas de diferente tipo. Por ejemplo, yo leí mucho algunos ensayos sobre poesía de Edgar Bailey sobre poesía, Realidad interna… Me pareció muy interesante. Y un libro de un francés, un tal Menard, que no era el de Borges, claro. Ese me pareció muy bueno. Pero a mí lo que más interesante me parece es las apropiaciones del texto literario que se hacen desde otros lugares…
M. C.: Vos decís las incursiones o, mejor, las excursiones que se hacen desde la filosofía, la sociología, el psicoanálisis…
O. C.: Claro, eso. Eso me gusta leer. Las apreciaciones de Steiner son muy buenas. Muy inteligentes. Yo leí Después de Babel y me gustó mucho eso. También el libro sobre las Antífonas, que es muy bueno. Quiero decir: el análisis filosófico de la poesía no me parece redundante. Al contrario: me abre nuevas perspectivas para pensar el poema y la cosa de la poesía.
M. C.: Es cierto. La crítica literaria tuvo su teoría en otras dunas pero, bueno, eso se cayó cuando el versito de la autonomía multiplicó las teorías de la literatura. Yo creo que ahí se cerró un círculo. Ojo: esto lo digo yo. No sé si es así siempre pero la verdad es que a veces no sé si no prefiero, así como están, Sexo y traición en Roberto Arlt o Literatura argentina y realidad política, a los libros sobre crítica que se escriben básicamente para no agregar nada o para hacer pasar por la misma rejilla más de lo mismo.
O. C.: Igual a mí, qué sé yo, el libro de Derrida sobre Celán, por ejemplo, no me pareció mal. Me parece que él se mete en el libro, pero sí, es cierto, ahí el libro es la realidad, una realidad que el va destramando. La lectura de ese libro a mí me hizo escribir ese poema largo sobre y a Celán. Pensé que si yo tenía algo para decir de la obra de Celán, no tenía más alternativa que decirlo poéticamente. Y, bueno, salió eso. Ahí está. Es una especie de contrapunto.
F. W.: Lo que debe haber sido toda una experiencia desde el punto de vista literario y el existencial.
O. C.: Sí. Yo nunca había escrito algo así. Bueno, algunos poemas, pero no sabía como iba a salir ése poema tan largo que estaba escribiendo. Pero, bueno, algo salió.
M. C.: Escribir corriendo el riesgo.
O. C.: Sí. Eso siempre. Porque la poesía lleva al lenguaje a un punto extremos desde el cual ya no retorna igual, ¿no? Me parece a mí eso.
M. C.: Y leés actualmente alguna publicación sobre poesía, una revista…
O. C.: Sí. Leo el Diario de Poesía, que me resulta cada vez más interesante porque veo que se han abierto. O que han abierto esa mirada un poco exclusiva que tenían y se han vuelto, digamos, abiertos a otras propuestas poéticas que antes no publicaban.
M. C.: Y te parece que eso marca la pauta de decadencia de una hegemonía o…
O. C.: Me parece que sí. Me parece que se dieron cuenta, por lo menos, que se ahogaba eso que hacían, como que no había aire.
M. C.: Ya ni para ellos mismos…
O. C.: Y por eso también se ven como más abierto a darle pie a otras voces… Porque pensá que han incluido todo un número con los poemas de Bustriáz Ortiz es una cosa inédita, rarísimo. De todos modos ahí se lee en defensa de una poética definida, ¿no? Pero, bueno, se empiezan a presentar otras cosas y yo lo veo como un hecho saludable también.
M. C.: ¿Y vos qué creés que se queda afuera de eso, de ese circulo digo, y que vos creés que vale la pena tener en cuenta?
O. C.: Y, bueno, ellos lo han publicado, excepcionalmente pero lo han publicado, Leónidas Escudero. El poeta salteño Walter Adet, un sonetista de primera, que yo seleccioné para el librito ese que va a salir ahora (Poesía y política, Bahía Blanca, Cuadernillos de los peces Perdidos, 2006), porque me gusta mucho. Tiene un poema que a mí me parece buenísimo y que se llama “Memorial de Jonás”. Pero, claro, es un autor más bien de la generación del ’60.
M. C.: ¿Y autores nuevos? ¿Te encontraste con alguno que te haya interesado especialmente?
O. C.: Sí. Estoy detrás de un poemario porque leí un poema que realmente me pareció que estaba muy bien. Llach. Santiago Llach. El poemita se llama “Aramburu” y es… impresionante. Me sorprendió mucho. Tengo que leer algo de Mattoni, que lo leí como crítico de poesía y quiero saber como es su poesía. Al revés que a Tamara Kamenzain que leí algunos poemas sueltos y me falta leer lo que ella escribió sobre poesía.
Y también estoy tratando de conseguir eso que recomendaste vos una vez… Bianco. Pero a la crítica…
M. C.: Lucía Bianco.
O. C.: Sí, Lucía Bianco.
M. C.: Pero ibas a decir algo de la crítica…
O. C.: Sí. Que igual yo a la crítica le doy un lugar. Porque me parece que hay que ver cómo la crítica remonta el poema. Ahí hay cosas interesantes. Ahí yo siempre veo una reescritura. Quiero decir, la uso como uso, por ejemplo, lo que me dice la filosofía, la reflexión filosófica. Ahora estoy leyendo un trabajo muy bueno de Marilena Chauí que me dice muchas cosas que también me sirven para pensar la poesía. Una mina muy inteligente. Tengo uno sobre Spinoza que me dijeron es muy bueno también pero no he tenido tiempo todavía empezarlo.
M. C.: Vos te hacés siempre un lugar para leer las producciones nacionales o te da lo mismo.
O. C.: No. Yo siempre leo, siempre estoy leyendo algo de acá.
M. C.: ¿Y en la obra? ¿Vos sentís que eso está? Lo nacional digo, un cierto sentido de la pertenencia una tradición nacional…
O. C.: Yo creo que sí. Creo que más allá o a pesar incluso de las referencias culturales. Lo veo en un modo, en una forma de encarar las propias vivencias. Me parece que a pesar de esa cosa demasiado cultural, de pronto, algo hay de la vibración propia nuestra, argentina, ¿no? Y más me parece ahora que estoy buscando esa cosa que es una suerte de engarce, de juntura entre el poema y el mundo.
M. C.: Y de la tradición nacional, con qué poetas te quedás. No digo para rendirle honores digo para discutirlos o para aprender en ellos… ¿Cuáles te interesa seguir revisando?
O. C.: Bueno, uno, si no el más grande, Juan L. Ortiz. Por ahí Lugones; digo: releerlo para ver qué pasa. Y tengo ganas de leer el libro nuevo de María Pía López para ver qué lectura hace porque ella es una lectora muy lúcida.
M. C.: a mí me da la sensación como de que ella enseña a leer cuando lee. Bueno eso me pasó con un librito que, creo, no se difundió lo suficiente y que se llama Mutantes.
O. C.: Bueno quiero leer qué dice ella de Lugones. Porque hay cosas de Lugones que yo ya sé. No necesito que me digan eso. Me gustaría saber qué se puede decir de nuevo sobre Lugones.
M. C.: Yo te hacía esa pregunta por la tradición para ver qué tipo de problemas surgen cuando uno se elige dentro de una tradición que tiene, bueno, sus papas y sus sacristanes…
O. C.: Sí, claro. La biblioteca es un problema. El solo hecho de escoger los libros que vas a leer ya te obliga a elegir descartando…
M. C.: Una política de la biblioteca… Una política de afinidades electivas ¿no? Bueno, pero si te ponemos en la encrucijada de elegir, para hacerte sufrir nomás, digamos, cuatro libros de la tradición nacional, ¿cuáles elegirías?
O. C.: Bueno, si me obligaran… Bueno, no sé, el de Juan L. Ortiz para mí es indiscutible.
M. C.: Ese no se negocia.
O. C.: No, no. Ese no. Y después, bueno, uno que me gusta mucho a mí, El verde vuelve de Castilla. Otro podría ser, porque me impactó mucho cuando lo leí, Relaciones de Juan Gelman. Eso y no tanto lo anterior, quiero decir, esos poemas en que un obrero se cae de un andamio y todo eso. Bueno, y Giannuzzi. Que es para mí como un maestro. Y bueno, Leónidas Lamborghini o el Urondo que se aleja un poco –no del todo pero sí un poco– de la peripecia política. Ahí Urondo gana mucho poéticamente y eso potencia también la impronta política del poema.
M. C.: Ese es el riesgo que se corre, ¿no? No hay recetas, ni se sabe cómo hacer para trabajar la relación entre poesía y política…
O. C.: Claro. El desafío es ese. Yo en el prólogo a la antología que armé puse algo de eso. Sobre la necesidad y la dificultad de tramar esa relación. Y se me ocurrió una imagen para el final de ese prologuito. Una imagen que me llevaba a pensar que todas esas referencias y todas esas reflexiones sobre la poesía y la política finalmente no son más que las piedras que se ponía Demóstenes para dar un mejor discurso.

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